Y cualquier persona con tres dedos de frente lo sabe: uno no presta dinero que necesita o necesitará, y menos a amigos, porque siempre existe el riesgo de que el deudor no pueda devolverlo (o si es un caradura o un timador profesional, no quiera hacerlo). Prestarlo es cuestión de confianza. Recuerdo el préstamo más raro que he hecho en mi vida: a una vecina de rellano, que llevaba viviendo de alquiler medio año o poco más, y a la que saludaba y poco más. Y una noche llama a mi puerta y me pide prestados cincuenta euros. Me dijo que me los devolvería a las dos semanas, cuando cobrara. Alguna vez habíamos hablado, pero nunca estuve en su casa, ni ella en la mía. Algo me había contado de su pasado profesional en su país (no recuerdo si Bolivia o Colombia) en esas conversaciones de calle o de escalera. Cuando me pidió el dinero no quise preguntar para qué lo necesitaba, pensé que si quisiera decírmelo me lo habría dicho. También pensé que si recurría a mí era porque pensaba que yo podía ayudarla. Y se lo presté. Y a las dos semanas, puntualmente, me devolvió el dinero prestado. También he prestado dinero, y bastante más, a gente que no me lo ha devuelto. Alguno por cara dura, otro, me temo, por cuentista. Y he tenido que renunciar a vacaciones, o a comprarme una tele de plasma, o hacer algún viaje chulo. Pero, al fin y al cabo, eso son extras. Si fuera un banco o una empresa, serían beneficios extraordinarios, no mis recursos o los de mis clientes.
Otra de las cosas indignantes es cuando hablan de las deudas de las familias, y resulta que en las familias entra de todo: tanto las millonarias como las paupérrimas. De modo que el que las familias se endeuden o dejen de endeudar, en términos globales, no dice nada. Recupero aquí un artículo de J.C. Díez, de 2013, en el que afirmaba que "la mitad de las familias españolas tiene cero deuda". La deuda estaba, entonces, básicamente en manos de promotores. ¿Quién prestó a promotores? Los bancos. ¿Y por qué? Como diría Mota: por avaricia. Porque desde la crisis de los tulipanes, cualquier banquero debería saber que las burbujas revientan. Y que por muy de necesidad que sean las viviendas, al contrario que los tulipanes, una burbuja es una burbuja. Siempre hay un listo que piensa "tonto el último". Y, por desgracia, el último siempre es el contribuyente, y además, el contribuyente pobre. (Porque resulta que la dación en pago, que se niega a las familias pobres, se aceptó a los promotores). Siempre lo fue, ahora el mecanismo es el IVA, y luego el IRPF. Porque lo más fácil y cómodo es subir el IVA. Para el millonario, el aumento del IVA de su comida, la electricidad, el agua y el transporte de su persona no significan gran cosa. Con un poco de suerte además, no las paga él, sino la empresa (como hemos visto en el caso Noos, y veríamos en otros muchos, si pudiéramos tener acceso a sus cuentas, también vimos en la Comunidad Valenciana como desde la caja fija de alguna que otra administración se pagaban las facturas del supermercado). Pero para un parado de larga duración al que se le ha acabado la prestación regular, que se ha comido los ahorros y la indemnización y que nunca podrá volver a ahorrar, el 21% de sus ingresos es muchísimo dinero. Dinero que se quita de una comida de calidad, incluso de gastos necesarios como son los del dentista, de ortopedia, de unas gafas decentes, etc.
Luego está el tema de la evasión fiscal y la economía sumergida. Es evidente que el parado de larga duración que aún puede trabajar y no tiene ayudas o no suficientes, no vive del aire, ni es un ladrón, porque si no, no podríamos salir a la calle. Pero, en realidad, vive en un estado de esclavitud,ya que se ve obligado a vivir en la ilegalidad de la economía sumergida, y no por gusto o afición, sino por necesidad. Con lo cual no tiene ningún tipo de derecho laboral, no puede reclamar ninguna tropelía de la que es víctima, ya que entonces pondría de manifiesto su situación ilegal. No está de moda, y la prensa no es que abunde en el tema, pero de vez en cuando nos enteramos. Reproduzco aquí un fragmento de un artículo sobre la evasión fiscal, de 2014.
casi las tres cuartas partes de la evasión fiscal de nuestro país se localiza en las 41.582 empresas de mayor tamaño, mientras que las pequeñas empresas -1.379.961 sociedades que representan el 97 % del tejido empresarial español- tan solo son responsables del 17 % del fraude fiscal total. Por su parte el colectivo de autónomos, que agrupa a más de tres millones de trabajadores por cuenta propia, aportó únicamente un 8,6 % del fraude en nuestro país a lo largo de este último período.
¿Qué están proponiendo los políticos de los partidos mayoritarios frente a estos hechos y circunstancias? NADA. La primera medida que deberían proponer es reforzar la inspección fiscal de los grandes defraudadores, tapar los agujeros legales que permiten la elusión y la evasión fiscal, y acabar con la impunidad del gran fraude fiscal. Y por otro lado, buscar formas de atajar la economía sumergida, pero no persiguiendo a los pequeños defraudadores, sino dándoles los recursos para impedir que la economía sumergida sea la única alternativa de subsistencia.
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