La hermana de una amiga va a divorciarse. No porque no quiera a su marido. Sino porque tiene una invalidez permanente de por vida debido a una enfermedad mental que la incapacita para trabajar. Pero no la incapacita para tener pareja. Y como aún hay gente que cree en el matrimonio y en casarse con su pareja cuando deciden los dos seguir juntos si no toda la vida, al menos los próximos años, decidieron casarse. Al año de casarse, el estado le reclama a su novio y actual marido los trescientos y pico euros mensuales que le paga cuando está sin trabajo, debido a una invalidez parcial. Se la reconocieron durante el servicio militar, que hizo aflorar un trastorno de la personalidad y que le impide soportar el estrés de la vida moderna como una persona sin dicho trastorno. Por lo visto, cuando no tiene trabajo le pagan una ayuda. Una ayuda con la que no vas a ninguna parte, porque ronda los cuatrocientos euros, que ni alcanza.
Ahora nos hemos enterado de que este maravilloso estado de bienestar que tenemos y que está condenado a desaparecer considera que si una unidad familiar tiene ingresos superiores a los ocho mil quinientos euros anuales una persona con invalidez parcial no tiene derecho a cobrar prestación. Con lo cual, la mujer que podía vivir dignamente con una pensión contributiva (llevaba trabajando como limpiadora desde los dieciocho años cuando se manifestó su enfermedad) de unos seiscientos euros mensuales ahora tiene que mantener un marido cuando está en paro. Y con el paro que hay, un pintor de brocha gorda con trastorno de la personalidad difícilmente encuentra trabajo. De modo que han decidido hacer lo único sensato en este caso: divorciarse. Cuando me lo contó mi amiga fue lo primero que se me ocurrió: tienen que divorciarse. Lo mismo les ha dicho el abogado. ¡Valiente estado de bienestar!
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