Internet ha cambiado muchas cosas, también nuestra relación con la lectura de los libros. Antes de Internet tenías diversas opciones para relacionarte con un libro:
- podías ir a la biblioteca, y leerlo (si en tu localidad había biblioteca y tenía el libro que buscabas o querías)
- podías conseguir que una persona amiga te lo prestara (es decir, si tenías amigos propietarios del libro que querías leer)
- podías acudir con frecuencia a alguna librería o librerías y, disimuladamente, leer algunas páginas simulando que lo estabas ojeando
- podías comprar un libro, y leerlo
Había libros que sabías que nunca tendrían en una biblioteca: o eran demasiado caros, o demasiado revolucionarios, o demasiado minoritarios. Por citar varias posibles causas.
Lo mismo pasaba con las librerías: había libros que tenían que pedir, porque o eran demasiado minoritarios o eran demasiado revolucionarios (a menos que fuera alguna librería alternativa). Pero las librerías alternativas sólo las encontrabas o en una ciudad medianamente grande, o por casualidad y filias y fobias del librero.
¿Cómo te enterabas de la existencia de un libro concreto? En la biblioteca, en la librería o en la biblioteca de una persona amiga, porque los veías, los ojeabas y decidías que te interesaban. A veces, por un comentario escuchado en algún sitio, o por una recomendación. A veces procedían de otro libro: una cita, una recomendación, una fuente.
En todos los caso, alguien tenía que haber comprado el libro: el bibliotecario, el librero o el amigo.
Con Internet, todo ha cambiado: las probabilidades de tener noticia de un libro se han multiplicado por mil, por lo menos. Pero también la calidad de la noticia: antes una recomendación era fácil de evaluar. Hoy día, con la banalización de la comunicación, ya no sabes el origen de la recomendación, que puede ser fruto de una hábil campaña de marketing.
No sólo eso, también ha cambiado la industria del libro. Antes seguía el modelo tradicional, el editor era el primer filtro de calidad, evaluaba la calidad del libro. Si era un buen editor, y no sólo un mercader, miraba tanto la calidad como la vendibilidad. Hoy ya apenas quedan editores profesionales, las decisiones editoriales son tomadas con criterios mercantilistas, cuando no directamente por los profesionales del marketing y las ventas. Por lo cual, hoy además del libro como producto se utilizan el diseño de la cubierta, las campañas de promoción de los libros y los autores, etc. para lanzar un libro. Con lo cual un hábil diseño, una hábil campaña de marketing nos pueden llevar a comprar un libro que, una vez comprado, nos decepciona. No solo las recomendaciones por internet sufren una pérdida de calidad, también las de los amigos, cuando simplemente se han convertido en ecos de las campañas de marketing.
El medio Internet ha facilitado la aparición de un nuevo fenómeno, en el que colaboran muchas almas bienpensantes. La industria de la cultura lo llama pirateo. Pero no lo es, al menos no exactamente. Se trata más bien de la confluencia de intereses de una serie de agentes económicos. La persona que sube contenidos, ajena al entramado mercantil en el que está operando, es la menos culpable. La persona que se descarga suele ser igualmente ajena, o a veces menos, pero sigue teniendo argumentos de peso para no pagar el impuesto revolucionario que reclama la industria cultural.
¿Cuál es el entramado mercantil? Por un lado están los sitios que ofrecen alojamiento para los contenidos "pirateados". Suelen tener una parte gratuita, en la que ofrecen prestaciones básicas, y una parte de pago, en la que se paga por utilizar software (para la carga o descarga a mayor velocidad, por ejemplo). El pirateo es impensable sin esta parte del tinglado. De allí la satisfacción que mostró la industria cultural con el cierre de Megaupload y la detención de su responsable. Sin embargo, mientras la industria cultural siga empecinada en cobrar precios de acuerdo a una combinación criminal de criterios industriales del siglo XIX y cifras de difusión de internet del siglo XXI, esto seguirá igual.
En el terreno de la música han aparecido negocios como Spotify que de alguna manera han entendido el funcionamiento de la psicología del consumidor cultural del siglo XXI. En el mundo del libro es más difícil.
Sin embargo, no hace falta un spotify para los libros electrónicos. Sólo hace falta un sistema de pago que ajuste el precio. Claro que con un precio ajustado los bestsellers dejarían de ser el gran negocio en el que se han convertido, por citar una consecuencia directa. Un sistema de pago que permita un "previeuw" generoso, tanto que incluso permita leer un libro a base de múltiples "previeuws" (uno al día, por ejemplo, como antes los lectores furtivos no iban más de una vez al día a la librería), y que evite decepciones (que al final suponen mal negocio para autores y editores). Un sistema de pago que ajuste el precio al número de lectores y retribuya el trabajo de autor y toda la cadena industrial hasta la colocación y mantenimiento en internet del libro. Quizá se escribieran menos libros. Pero ¿sabemos cuántos libros acaban quemados o triturados al cabo de un año? Son cifras ingentes. Un pecado ecológico en donde los haya, aunque se haya creado "riqueza" (dinero, vamos) por el camino. Quien sale perdiendo es el planeta: los recursos necesarios para fabricarlos y la contaminación causada en su destrucción.
¿No tenemos tarjetas de crédito? ¿No existen plataformas como paypal? Podríamos tener tarjetas de crédito libresco, tipo tarjeta monedero, asociadas a una central de compensación editorial, de forma que para acceder a la descarga temporal de un capítulo de un libro o de un libro, o para la descarga en el ordenador de un libro, se realizara un cargo en nuestra cuenta asociada y se liquidara con el gestor del libro (autor, o autor y editor). Una tarjeta no asociada necesariamente a una cuenta bancaria (no se trata de regalar negocio a los bancos) sino que se pudiera recargar en cualquier punto (librerías, quioscos, oficinas de correos, por ejemplo). Con precios ajustados, en donde no se cargara al lector con el riesgo del autor. Quizá necesitáramos nuevos empleos para los economistas: calcular precios ajustados con variables muy diferentes a las que manejan los industriales del libro.
¿No tenemos tarjetas de crédito? ¿No existen plataformas como paypal? Podríamos tener tarjetas de crédito libresco, tipo tarjeta monedero, asociadas a una central de compensación editorial, de forma que para acceder a la descarga temporal de un capítulo de un libro o de un libro, o para la descarga en el ordenador de un libro, se realizara un cargo en nuestra cuenta asociada y se liquidara con el gestor del libro (autor, o autor y editor). Una tarjeta no asociada necesariamente a una cuenta bancaria (no se trata de regalar negocio a los bancos) sino que se pudiera recargar en cualquier punto (librerías, quioscos, oficinas de correos, por ejemplo). Con precios ajustados, en donde no se cargara al lector con el riesgo del autor. Quizá necesitáramos nuevos empleos para los economistas: calcular precios ajustados con variables muy diferentes a las que manejan los industriales del libro.
Hubo una época en que se popularizó la suscripción de libros, de modo que el editor corría menos riesgos, pues sólo sacaba un libro cuando había suficientes suscriptores (existían diversos grados de compromiso de compra) para garantizar el éxito comercial del libro. Hoy día ni siquiera haría falta un editor para lanzar una suscripción, dado que la autoedición ya es posible, gracias a nuevas formas de negocio que la hacen posible.
Resumiendo: el pirateo no es culpa de los piratas, sino de las trabas activas de la industria cultural, en este caso del libro, a nuevas alternativas y formas. Muchas veces se debe a inversiones en maquinaria muy sofisticada, pero que no tiene cabida en el nuevo entorno. Son las máquinas que necesitan el producto bestseller. Necesitan tiradas millonarias de productos a precio elevado para amortizarlas. Pero detrás de la adquisición de esas infraestructura siempre hay una decisión empresarial y una apuesta: en este caso no se trata de decisiones culturales, sino puramente mercantiles, o incluso financieras (es decir, o bien da igual el producto, llámese libro o llámese caviar, o bien incluso da igual la actividad, llámese fábrica llámese derivados financieros). No es lo mismo el industrial que monta una industria (sean libros o salchichas) que el inversor (que mete dinero en una industria o en una cadena de hoteles). El ingeniero quiere vender máquinas, caras, el industrial quiere obtener un gran beneficio con una producción masiva de un producto caro y atraer la inversión del financiero con la adquisición de esa cara máquina: todo eso no tiene nada que ver con un libro.
Todo está relacionado, pero no debemos dejar que el afan de lucro del ingeniero, del fabricante de máquinas, del fabricante de libros, del inversor, nos chantajeen con el único argumento con el que siempre andan chantajeándonos: con los empleos. No olvidemos que Auschwitz, Dachau, etc. también daban empleo a mucha gente. Que también la policía secreta de Franco, los fabricantes de bombas nucleares y bombas de racimo dan empleo a mucha gente. Pero hemos decidido renunciar a Auschwitz, a la policía secreta de los dictadores y a las bombas nucleares y de racimo. Si hace falta reducir la jornada laboral para dar empleo a todo el mundo, reduzcámosla.
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